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28. MENSAJE DE NAVIDAD JUAN PABLO II

«Sálvanos de los grandes males que afligen a la humanidad»
25 diciembre 2003, desde la Plaza de San Pedro

1. «Descendit de caelis Salvator mundi. Gaudeamus!»
Bajó del cielo el Salvador del mundo. ¡Alegrémonos!
Este anuncio, lleno de un profundo gozo,
resonó en la noche de Belén.

Hoy la Iglesia lo reitera con alegría inmutable:
¡ha nacido para nosotros el Salvador!
Una ola de ternura y esperanza nos llena el ánimo,
junto con una profunda necesidad de intimidad y paz.

En el pesebre contemplamos a Aquél
que se despojó de la gloria divina
para hacerse pobre, movido por el amor al hombre.
Junto al pesebre, el árbol de Navidad
con el centelleo de sus luces,
nos recuerda que con el nacimiento de Jesús
florece de nuevo el árbol de la vida en el desierto de la humanidad.

El pesebre y el árbol: símbolos preciosos,
que transmiten a lo largo del tiempo el verdadero sentido de la Navidad.

2. Resuena en el cielo el anuncio de los ángeles:
«En la ciudad de David,
os ha nacido un salvador, que es el Cristo Señor» (Lucas 2,11).
¡Qué asombro!
Naciendo en Belén, el Hijo eterno de Dios
entró en la historia de cada persona
que vive sobre la faz de la tierra.
Ya está presente en el mundo
como único Salvador de la humanidad.
Por esto nosotros le pedimos:
«Salvator mundi, salva nos!».

3. Sálvanos de los grandes males que afligen a la humanidad
al inicio del tercer milenio.
Sálvanos de las guerras y de los conflictos armados
que devastan regiones enteras del globo;
sálvanos de la plaga del terrorismo
y de tantas formas de violencia
que torturan a personas débiles e inermes.
Sálvanos del desánimo
para emprender los caminos de la paz,
ciertamente difíciles, pero posibles y por tanto obligados;
caminos apremiantes, siempre y doquier,
sobre todo en la tierra donde naciste tú,
Príncipe de la Paz.

4. Y tú, María, Virgen de la espera y del cumplimiento,
que conservas el secreto de la Navidad,
haznos capaces de reconocer en el Niño,
que estrechas en tus brazos, al Salvador anunciado,
que trae a todos la esperanza y la paz.
Contigo lo adoramos y decimos confiados:
tenemos necesidad de ti, Redentor del hombre,
que conoces las expectativas y ansias de nuestro corazón.
¡Ven y permanece con nosotros, Señor!
¡Que la alegría de tu Navidad
llegue hasta los últimos confines del universo!

Traducción del original italiano distribuida por la Sala de Prensa de la Santa Sede
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HOMILÍA DE JUAN PABLO II
NOCHE BUENA 2003
«Tú vienes a traernos la paz. ¡Tú eres nuestra paz!»

CIUDAD DEL VATICANO, 25 diciembre 2003 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que Juan Pablo II pronunció en la Misa del Gallo de esta Noche Buena, presidida en la Basílica de San Pedro del Vaticano.

1. «Puer natus est nobis, filius datus est nobis» (Isaías 9, 5).

En las palabras del profeta Isaías, proclamadas en la primera Lectura, se encierra la verdad sobre la Navidad, que esta noche revivimos juntos.

Nace un Niño. Aparentemente, uno de tantos niños del mundo. Nace un Niño en un establo de Belén. Nace, pues, en una condición de gran penuria: pobre entre los pobres.

Pero Aquél que nace es «el Hijo» por excelencia: «Filius datus est nobis». Este Niño es el Hijo de Dios, de la misma naturaleza del Padre. Anunciado por los profetas, se hizo hombre por obra del Espíritu Santo en el seno de una Virgen, María.

Cuando, dentro de poco cantemos en el Credo «... et incarnatus est de Spiritu Sancto ex Maria Virgine et homo factus est», todos nos arrodillaremos. Meditaremos en silencio el misterio que se realiza: «Et homo factus est»! Viene a nosotros el Hijo de Dios y nosotros lo recibimos de rodillas.

2. «Y la Palabra se hizo carne» (Juan 1,14). En esta noche extraordinaria la Palabra eterna, el «Príncipe de la paz» (Isaías 9,5), nace en la mísera y fría gruta de Belén.

«No temáis, dice el ángel a los pastores, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor» (Lucas 2,11). También nosotros, como los pastores desconocidos pero afortunados, corramos para encontrar a Aquél che cambió el curso de la historia.

En la extrema pobreza de la gruta contemplamos a «niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (Lucas 2,12). En el recién nacido inerme y frágil, que da vagidos en los brazos de María, «ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres» (Tito 2,11). Permanezcamos en silencio y ¡adorémosle!

3. ¡Oh Niño, que has querido tener como cuna un pesebre; oh Creador del universo, que te has despojado de la gloria divina; oh Redentor nuestro, que has ofrecido tu cuerpo inerme como sacrificio para la salvación de la humanidad!

Que el fulgor de tu nacimiento ilumine la noche del mundo. Que la fuerza de tu mensaje de amor destruya las asechanzas arrogantes del maligno. Que el don de tu vida nos haga comprender cada vez más cuánto vale la vida de todo ser humano.

¡Demasiada sangre corre todavía sobre la tierra! ¡Demasiada violencia y demasiados conflictos turban la serena convivencia de las naciones!

Tú vienes a traernos la paz. ¡Tú eres nuestra paz! Sólo tú puedes hacer de nosotros «un pueblo purificado» que te pertenezca para siempre, un pueblo «dedicado a las buenas obras» (Tito 2,14).

4. «Puer natus est nobis, filius datus est nobis!». ¡Qué misterio inescrutable esconde la humildad de este Niño! Quisiéramos como tocarlo; quisiéramos abrazarlo.

Tú, María, que velas sobre tu Hijo omnipotente, danos tus ojos para contemplarlo con fe: danos tu corazón para adorarlo con amor.

En su sencillez, el Niño de Belén nos enseña a descubrir el sentido auténtico de nuestra existencia; nos enseña a «llevar ya desde ahora una vida sobria, honrada y religiosa» (Tt 2,12).

5. ¡Oh Noche Santa y tan esperada, que has unido a Dios y al hombre para siempre! Tú enciendes de nuevo la esperanza en nosotros. Tú nos llenas de extasiado asombro. Tú nos aseguras el triunfo del amor sobre el odio, de la vida sobre la muerte.

Por esto permanecemos absortos y rezamos.

En el silencio esplendoroso de tu Navidad, tú, Emmanuel, sigues hablándonos. Y nosotros estamos dispuestos a escucharte. Amén.