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ADVIENTO
Anécdotas e historias
La estrella sola
I
Nos habíamos perdido en el monte tropical, cuando aún no había entrado nadie después de las lluvias. De noche. Atravesábamos la selva en la oscuridad más absoluta, no sólo por la ausencia total de luna, sino por la sombra de los árboles, bajo cuyo follaje avanzábamos. Por él, a veces, lograban asomarse brillantes estrellas. Sin veredas, sin huellas anteriores, sin rastro de ningún género, caminábamos por los quebrados lechos secos de los arroyos, únicas vías penetrables, con el afán de salir de aquel laberinto de sombras.
Plena advertencia de nuestra desorientación. Sombras gigantescas de montes insospechados. Cansancio, horas y horas de andar. Indecisas vertientes que no saben decir si suben o bajan. Frío.. El grito del búho que rasga: el silencio.
Por fin, ya avanzada la noche, salimos al llano. La tenue luna, que se había levantado por donde no esperábamos, durante nuestro andar errante, nos enseñó pronto las veredas.
II
Con la seguridad del camino encontrado nos sentamos para recobrar fuerzas.
Me sorprendió ver toda esa inmensa zona oriental del cielo, ahora vacía de estrellas.
Era un cielo negro, profundo, terso. Barrido de estrellas.
Silenciosa e inalterada oscuridad que recortaba en su parte inferior la silueta aún más negra de los montes. Sin que nada rompiera su limpia y extensa negrura.
Comenzó a salir en ella la estrella de la mañana.
Sola.
Terriblemente sola.
Como si brotara de las cimas lejanas.
Brillante, luminosa, gigantesca. Parecía que alumbraba suavemente la Tierra. Cristalina, pura, virginal.
Terriblemente sola.
Así inició su ascenso por el cielo. Internándose sola, absolutamente sola, en la oscuridad.
Mayestática, insinuante, silenciosa.
Sola.
¡Cómo destacaba su hermosura en la negra y vacía ausencia, amplia y profunda!
En aquella madrugada, cuando en la Tierra todo dormía, el cielo daba una lección a los hombres. Yo tuve la suerte de estar despierto.
Así voy yo por la vida.
Solo. Así vas tú.
Todas las cosas que te hacen compañía forman un cortejo meramente aparente. Por debajo y por encima de esa apariencia, vas solo.
Terriblemente solo. Absolutamente solo.
Tú tendrás muchos amigos que se preocupan por ti, que por ti harían cualquier cosa. Agradéceles mucho que te quieran. Pero en el compromiso de tu vida no pueden reemplazarte. Eres tú el que vives. Es un viaje personal.
Nadie por ti podrá vivir tu vida. Nadie por ti podrá morir tu muerte.
Vas solo.
Como el lucero de la mañana internándose solo en la noche, en aquella noche desierta y despojada de estrellas.
Advierte esta verdad. Haz un esfuerzo por palpar el fondo de esa fingida y bulliciosa compañía que te rodea en la vida. Contempla tu personal y silenciosa soledad.
Siente el consuelo de saber que los ojos de Dios están atentos a tu marcha, como estaban los míos a aquel lucero solitario, como si no tuviera otra cosa que mirar. Ni un afecto del alma, ni un latido del corazón escapa a su atención, mientras viajas solo, absolutamente solo, en ese firmamento siempre inexplorado de tu vida, en esa silenciosa oscuridad sin compañía, y siempre nueva, de tu muerte.
Consuelo y responsabilidad. No le ocultas nada. Sus ojos están atentos, como si no tuvieran más que mirar.
III
Comenzamos a andar de nuevo, ahora con el lucero a las espaldas.
Estábamos más lejos de lo que imaginábamos. Largísima caminata por las veredas del llano.
Me paraba de vez en cuando y me volvía para contemplar la estrella.
Cada vez que la miraba, más alta la encontraba, más desprendida del suelo, más subida en el cielo.
Volvía a andar y, mientras andaba, pensaba, cómo aprovechaba el tiempo la estrella. Para ella no pasaba en balde.
No se entretenía, no se desviaba.
Me acordé, por contraste, de los ríos de polvo, de las lejanas cenizas de muertos remotos.
Nunca faltan pretextos nobles que, aunque nobles, nos hacen olvidar la subida.
Yo sé, amigo, estrella solitaria, que tienes muchos problemas. Problemas que
te entretienen, que te distraen... Pero siempre tendrás sólo un problema:
Subir y subir, con afán de altura.
Es posible que estas letras te encuentren parado, varado, anclado en la subida.
Quizá bajando, como los astros en el ocaso, con las espaldas vueltas al cielo, cayendo sobre el suelo.
Nunca sorprendí detenido al lucero en la subida.
Todas las cosas -todas las cosas son tiempo- le servían para subir y subir. Si alguna vez le hubiese hallado quieto, me hubiera impresionado por recordarme las estúpidas distracciones por los problemas que me salen al paso y me dejan después.
Avanzaba la madrugada y el lucero subía sin cesar.
IV
Poco a poco fue apareciendo la aurora, tímida al principio, clara más tarde.
Como si siguiera al lucero, como si éste la arrastrara tras de sí.
Pensé en los hombres de nuestros días, que son de noche. En los que tienen la gallardía de ponerse en camino, solos, hacia Dios. Ellos, al subir, traerán consigo la aurora. Ya está comenzando a apuntar.
V
Se hizo de día.
La estrella se perdió en el cielo.
Había cumplido su misión.
Un nuevo día alumbró la Tierra. Todo lo que eran sombras cobró su sentido, su color y su forma. Los campos se llenaron de luz y de alegría.
Y en el cielo se perdió la estrella.
Desapareció ante la nueva luz que ayudó a traer al mundo.
No era ella misma el fin de su viaje.
No esperó aplausos humanos. Ya estaba en el cielo.
VI
Un nuevo día. Ya apunta la aurora. La noche va a quedar atrás.
Por delante van, internándose en el cielo, los hombres de las avanzadillas.
En estas páginas, querido amigo, estrella solitaria, quiero insinuarte el Camino.
Juan Antonio González Lobato
  La adoración de los tres mendigos
 

Los reyes magos apenas salían del pesebre de Belén, donde habían ofrecido al niño Dios oro, incienso y mirra; se fueron por otro camino al regresar a su país, como lo había pedido el Angel. Entonces se presentaron tres personas... Extraños, solos sin cortejo, no había parecer en ellos, ni hermosura: enfermos, fatigados, cubiertos de tanto barro y polvo que nadie podía decir de qué raza y país eran.
El primero tenía harapos, parecía sediento y hambriento, la mirada cansada por las privaciones.
El segundo caminaba torcido, trayendo cadenas pesadas en sus pies y en sus brazos. Llevaba en su cuerpo heridas profundas y marcas de su cárcel.
El último tenía el un cabello largo y sucio, ojos desfallecidos, buscando alivio.
Los vecinos del pesebre habían visto varios visitantes, pero estos les asustaban. En verdad, cada uno se sentía pobre y miserable, pero estos extranjeros mucho más.¡¡Nos dan miedo!!...¡¡Que no entren y se presenten al niño!! No!! Hay que impedir eso!!... Y se postraron delante de la puerta como para protegerla. Además. No llevaban consigo ningún regalo. Tal vez querían mendigar o quien sabe, robar!!! Todos habían oído hablar del oro, y se sabe que el oro atrae ladrones...¡¡Cuidado!!
Entonces se abrió la puerta y apareció San José afuera. - ¡Hola José!... Ten cuidado, aquí esta mala gente que quiere entrar. No les dejes penetrar en el pesebre de la Navidad!!... Eso no se puede imaginar!
-¡¡Callad!! Cada hombre puede presentarse delante del niño, sea pobre o rico, necesitado o magnífico, feo o hermoso, digno de confianza o de mala apariencia. El niño no pertenece a nadie en particular, ni siquiera a sus padres.
Dejen entrar a estos viajeros... Entonces abrieron un camino estrecho. José les acogió y dejó la puerta abierta. Todos empujaban uno al otro para ver lo que habría de suceder. Unos se dijeron: pues, nosotros tampoco somos brillantes...
Los tres necesitados estaban inmóviles, callados delante del niño Dios. Y de verdad, nadie podía decir cuál de los cuatro era más pobre: el niño acostado en la paja del pesebre o los tres contemplándolo. El hambriento, el prisionero o el extraviado, todos vivían en la misma pobreza.
Luego José se dirigió hacia un lugar donde había colocado los regalos ricos de los reyes magos. La gente afuera empezó a murmurar de indignación: ...No va a hacerlo! No tiene derecho! El oro, el perfume y el bálsamo pertenecen al niño!
José no se dejó impresionar: le está ofreciendo el oro al hambriento desnudo, la mirra al prisionero herido, el incienso al tercero tan triste y tan desviado.
Dijo al primero: -Tu necesitas oro; cómprate vestidos decentes y comida. Yo soy carpintero, puedo sostener a mi familia con mi trabajo.... Al segundo dijo:
No puedo romper tus cadenas, pero toma el bálsamo para aliviar tus heridas...
Y al tercero le dijo: -Para ti, el incienso. Cuando suba el humo oloroso, estarás menos triste y desamparado. Ese incienso aliviará tu espíritu entristecido...
La gente estaba furiosa. Todo lo regaló, lo gastó en esos mendigos. Despojó al niño. ¡¡ Es un escándalo!!
Pero el hambriento respondió: -Gracias por el oro. Pero mira. Si me voy a hacer compras con mis bolsillos llenos de oro, el comerciante creerá que soy un ladrón. Nunca he tenido riqueza. Quédate con el oro, te servirá.
El segundo dijo: -Hace mucho tiempo que mis miembros me duelen. Ahora me acostumbré. Aprendí a soportar el dolor. Pero cuando el niño se hiera, podrás curarlo con la mirra.
El tercero dijo: -Pertenezco al mundo de los pensamientos. He estudiado tantas filosofías y religiones. He pensado, buscado, preguntado, hablado. Ahora no sé dónde está Dios en medio de todo esto. ¿Qué puede para mí el humo del incienso?, Sería un pocito más de humo. Me perdí, no sé, no encuentro al Señor.
La gente y José estaban atónitos. Sólo el niño estaba tranquilo, con sus ojitos abiertos, mirando a todos, a sus padres, los mendigos y la gente.
Luego pasó una cosa extraña. El primero dejó su abrigo envejecido y remendado a los pies del recién nacido, el prisionero colocó sus cadenas, el desviado su mirada perdida, y dijeron a Jesús: -Tómalos. Acepta. Un día necesitarás un abrigo roto cuando estés desnudo. Un día necesitarás un bálsamo para curar tus heridas sangrientas. Necesitarás cadenas cuando te traigan deshonrado como un timador. Acuérdate de mi en ese día. Quita mi duda, mi terror, mi vergüenza, porque me encuentro alejado de Dios. No puedo llevarlo solo. Es demasiado pesado. Ayúdame. Grita conmigo nuestra común desesperación, que Dios lo oiga, que el mundo lo entienda, cuándo llegará la hora para ti.
José quiso proteger al niño, echar fuera los mendigos y sus malditos regalos.
La gente gritaba. Pero no pudieron hacer nada. El abrigo, las cadenas, el terror estaban como pegados al niño Dios. Y Jesús estaba tranquilo y atento, con los ojos mirando a los pobres y sus regalos.
Se hizo un silencio largo, larguísimo. Por fin se levantaron; sacudieron sus miembros, como liberados de una carga.
Sabían entonces que en las manos de ese niño se puede colocar todo: la pobreza, los sufrimientos, la tristeza por estar lejos de Dios.
La mirada clara y firme esperanza, salieron del pesebre, consolados y fortalecidos en sus necesidades: la habían compartido con su Dios.
Padre Pierre Fresson

  El centinela  
 
Estos días pasados de la Navidad, cada vez que uno hablaba con cualquier amigo y comentaban cómo ha sido barrido Cristo de la Navidad visible (cómo en los escaparates de los comercios no ves un nacimiento ni por equivocación, sino todo tipo de osos, osas, ositos, gnomos, ciervos y demás habitantes de los bosques; cómo en la tele ya es prácticamente imposible oír un villancico; cómo la gente te dice "felices fiestas", porque les da como corte decir "feliz Navidad", y etcétera), yo siempre terminaba pensando dos cosas: una era el recuerdo de una vieja fábula y la otra un versículo del Evangelio de San Lucas, que es la frase más terrible que yo haya oído jamás. La fábula es la siguiente:
Érase que se era un viejo pequeño pueblecito, presidido por un castillo aún más viejo, que estaban situados en la frontera de un país lejano, al lado de un gran desierto. Tanto el pueblo como el castillo eran muy aburridos, porque raramente pasaba alguien cerca de ellos. Alguna vez se detenían a pernoctar extrañas caravanas o caminantes solitarios, pero, en cuanto se alimentaban y descansaban, volvían a irse, dejando a los habitantes del pueblecito y del castillo con su diario aburrimiento.
Y así hasta que un día llegó un mensaje del rey de la nación informando de que, en la corte, se habían recibido noticias de que Dios en persona iba a venir a su país, si bien aún no se sabía qué ciudades y zonas visitaría. Pero era probable o, al menos, posible que pasara por nuestro pueblecito. Por lo cual, por si acaso, el pueblo y el castillo debían prepararse para recibirle tal y como Dios se merecía.
Esto trastornó de entusiasmo a las autoridades, que mandaron reparar las calles, limpiar las fachadas, construir arcos triunfales, llenar de colgaduras los balcones. Y, sobre todo, nombraron centinela al más noble habitante de la aldea. Este centinela tendría la obligación de irse a vivir a la torre más alta del castillo y desde allí avizorar constantemente el horizonte, para dar lo antes posible la noticia de la llegada de Dios.
El centinela recibió el encargo con orgullo: jamás en su vida había hecho algo tan importante. Y se dispuso a permanecer firme en la torre con los ojos abiertos como platos. "¿Cómo será Dios?", se preguntaba a sí mismo. "¿Y cómo vendrá? ¿Tal vez con un gran ejército? ¿Quizá con una corte de carros majestuosos?" En este caso, se decía, será fácil adivinar su llegada cuando aún esté lejos.
Y durante las veinticuatro horas del día y de la noche no pensaba en otra cosa y permanecía en pie y con los ojos abiertos. Pero, cuando hubieron pasado así algunos días y noches, el sueño comenzó a rendirle y pensó que tampoco pasaría nada si daba unas cabezadas, ya que Dios vendría precedido por sones de trompetas, que, en todo caso, le despertarían.
Y pasaron no sólo los días, sino también las semanas, y la gente del pequeño pueblo regresó a su vida de cada día y comenzó a olvidarse de la venida de Dios. Y hasta el propio centinela dormía ya tranquilo las noches enteras y él mismo se dedicaba a pensar en otras cosas, porque ya no era capaz de concentrarse sólo en aquella espera.
Y pasaron no sólo las semanas, sino también los meses e incluso los años y ya nadie en el pueblo se acordaba de aquel anuncio para nada. Incluso un año de gran hambre, la población fue desfilando, uno tras otro, hacia tierras más prósperas. Y se quedó solo el centinela, aún subido en su torre, esperando, aunque ya con una muy débil esperanza. Y pasaban ejércitos y caravanas que, por unos momentos, encendían sus sueños, pero ninguno era el ejército o la caravana del Dios anunciado.
Y el centinela comenzó a pensar: "¿Para qué va a venir Dios? Si este pueblo nunca tuvo interés alguno, y ahora, vacío, mucho menos. Y si viniera al país, ¿por qué iba a detenerse precisamente en este castillo tan insignificante?" Pero, como a él le habían dado esa orden y como esa orden le había levantado la esperanza, su decisión de permanecer era más fuerte que sus dudas.
Hasta que un día se dio cuenta de que, con el paso de los días y los años, se había vuelto viejo y sus piernas se resistían a subir la escalera de la torre. Sintió que sus ojos se iban cerrando, que ya apenas veía y que la muerte estaba acercándose. Y no pudo evitar que de su garganta saliera una especie de grito: "Me he pasado toda la vida esperando la visita de Dios y me voy a morir sin verle."
Y entonces, justamente en ese momento, oyó una voz muy tierna a sus espaldas. Una voz que decía: "Pero ¿es que no me conoces?" Entonces el centinela, aunque no veía a nadie, estalló de alegría y dijo: "¡Oh, ya estás aquí! ¿Por qué me has hecho esperar tanto? Y ¿por dónde has venido que yo no te he visto?" Y, aún con mayor dulzura, la voz respondió: "Siempre he estado cerca de ti, a tu lado, más aún: dentro de ti. Has necesitado muchos años para darte cuenta. Pero ahora ya lo sabes. Este es mi secreto: yo estoy siempre con los que me esperan y sólo los que me esperan, pueden verme."
Y entonces el alma del centinela se llenó de alegría. Y viejo y casi muerto, como estaba, volvió a abrir los ojos y se quedó mirando, amorosamente, al horizonte.
Esta es la fábula de la que hablé al principio. Y el texto que San Lucas escribió en el capítulo 18,8 de su evangelio, y que tanto me ha hecho temblar al ver la paganización de las Navidades, es éste: "Pero, cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe en la tierra?" Porque podría suceder que, cuando vuelva, no haya nadie en la torre.
José Luis Martín Descalzo,
en "Razones desde la otra orilla".
  Sueños y esperanzas
 
Todos los días se iban a la costa y fijaban sus ojos en ese horizonte lejano. Allí se llevaban mucho tiempo soñando con que algún día se vieran atravesando el estrecho de Gibraltar, que los llevaría a la liberación.
Su país era hermoso, pero esa belleza no la podían disfrutar. Hambre… miseria… humillación… eran sus compañeras diariamente. Esas eran muchas de las cosas que les impedían ver ese paisaje de palmeras y esas costas de arenas rubias como el trigo en primavera. Playas que eran visitadas por esos turistas que venían de Europa, de España concretamente, de la tierra de sus sueños y esperanzas.
Abdul y Fátima, hablaban de sus miedos. No tanto por ellos, sino por el fruto de su amor que llevaba ella en su vientre.
- Abdul, no quiero que nuestro hijo nazca en esta miseria… - Le decía ella Quiero que vea el amanecer con la esperanza de que el día es hermoso.-
- Sí Fátima, Alá está con nosotros y algún día nuestras ilusiones, Él las convertirá en realidad.
Y así día tras día miraban el horizonte… sobre todo esos días en que el sol lucía como nunca y el cielo estaba despejado y claro, dejando ver la costa europea que tanto ansiaban.
Un día llegó Abdul más temprano que de costumbre. Se adivinaba la alegría en su rostro:
- Fátima… podemos hacerlo. Nos marcharemos y nuestro hijo nacerá allí donde la vida sonríe… Donde la miseria, no es miseria, porque no se pasa hambre ni frío… Donde siempre hay pan y un techo para cobijarse.
Los ojos de ella brillaban… pero solo fue unos instantes, porque rápidamente se fijaron en su abultado vientre, que denotaba su avanzado estado de gestación.
- ¿Lo pondremos en peligro? Le decía…
Llevaban tiempo tratando de reunir los suficientes "dirham" para comprar esas dos plazas en una de esas barcas clandestinas que los conducirían a la tierra de sus sueños.
- No temas Fátima, solo son unas horas y Alá velará por nosotros .
Llegó el día deseado. Se empezaba a vislumbrar la claridad por el orto, cuando vieron que allí estaba aquella barcaza grande esperándoles en la playa. La mayoría de los que emprendían este viaje eran hombres, algunos muy jóvenes y ella la única mujer y por demás embarazada. El patrón de la barca la miró con recelo…
- Para cuando espera al chico?
- Aún le quedan dos meses - Mintió Abdul -
Ocultó que a Fátima solo le quedaban días para que naciera su criatura.
- Podría traernos complicaciones si se pone de parto - Protestó el patrón - pero bueno si son dos meses no habrá problemas.
El mar estaba liso. Su color verde azulado les hacía sentirse tranquilos, transmitiéndoles esperanzas.
Estaban de suerte. Ese día veinticuatro de Diciembre no había lanchas de vigilancias y desembarcaron en una playa. Las órdenes eran que procuraran permanecer ocultos hasta el anochecer donde se desperdigarían para no ser atrapados. Ya cada uno era responsable de su destino.
Abdul y Fátima, así lo hicieron, permanecieron escondidos tras unos matorrales del bosque de pinos que estaba cerca de la playa donde habían desembarcado.
Al llegar la noche se pusieron a caminar. Cuando llevaban una hora caminando, la cara se le contrajo a Fátima y se arrodilló en el suelo retorciéndose de dolor y sintió que algo se rompía en sus entrañas. Algo viscoso empapaba su túnica. Los dos comprendieron que el momento del parto había llegado y un miedo atroz se apoderó de ellos.
Abdul miraba a su alrededor. Quería buscar un refugio. Hacía frío y Fátima temblaba de pánico y dolor. Eran dolores intermitentes que cada vez eran menos espaciados.
De pronto se dio cuenta de que no muy lejos había luz… ¡Sí alguien había cerca, y como pudieron, se encaminaron hacia allá, parando cada vez que el dolor arreciaba. Conforme se iban acercando oían cantos con panderetas que salían de aquella casa:
Es noche de navidad
Un niño nos va a nacer
No quiere oro ni mirra
Solo cobijado ser…
Abdul sabía bien que si lo descubrían, lo podían apresar y devolverlos de nuevo a la miseria, pero miró a Fátima y no lo dudó. Llamó y la puerta se abrió, apareciendo la cara sorprendida de un hombre, que no sabía que hacer. Solo los gritos de dolor de Fátima le hicieron reaccionar:
Ven Ana ven rápido
Tras darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, recogieron a la mujer, casi una niña y la entraron en la casa, en una habitación cerca de la cocina.
Abdul ayudaba en lo que podía a aquél hombre… agua caliente… sabanas.
Todo lo que Ana les iba pidiendo.
Sonaban las doce campanadas en el reloj del salón cuando se oyó el llanto de un niño.
Abdul no pudo contener la emoción tantas horas contenidas y con los ojos llenos de lágrimas corrió hacia donde estaba ese nuevo ser junto con la mujer que amaba.
Como en Belén hace dos mil años, un niño acababa de nacer.
Ana y su marido se miraban orgullosos y desviando la vista hacia las figuras del portal que estaba en una mesita bajo el árbol, vio como el niño que estaba en la cuna les sonreía.
Con alegría Abdul y Fátima escuchaban lo que les decía aquellas personas que Alá les había puesto en su camino:
Ese niño que acababa de nacer les traía la felicidad. Su hijo al nacer en
España era ciudadano español y por lo tanto podían obtener ellos también la misma nacionalidad legalmente.
Nunca olvidarían aquella madrugada fría en la costa española, donde el milagro soñado se había producido.
Todos estaban felices. Mientras, en la TV sonaban esas canciones que Abdul y
Fátima no entendían, pero sí Ana y su marido que se miraron llenos de satisfacción:
"Noche de paz…
Noche de amor
En Belén nace Dios…
Y los ángeles cantando están
Gloria a Dios… Gloria al rey celestial…
María Jesús Rguez. Barberá
  El sueño de María
 
Tuve un sueño José. No lo pude comprender, realmente no, pero creo que se trataba del nacimiento de Nuestro Hijo. Creo que sí, era acerca de eso.
La gente estaba haciendo los preparativos con seis semanas de anticipación.
Decoraban las casas y compraban ropa nueva. Salían de compras muchas veces y adquirían elaborados regalos. Era muy peculiar, ya que los regalos no eran para nuestro Hijo. Los envolvían con hermosos papeles y los ataban con preciosos moños, y todo lo colocaban debajo de un árbol.
Sí, un árbol, José, dentro de sus casas. Esta gente estaba decorando el árbol también. Las ramas llenas de esferas y adornos que brillaban. Había una figura en lo alto del árbol. Me parecía ver un ángel. ¡Oh! era verdaderamente hermoso.
Toda la gente estaba feliz y sonriente. Todos estaban emocionados por los regalos, se los intercambiaban unos con otros. José, no quedó alguno para nuestro Hijo.
Sabes? creo que ni siquiera lo conocen, pues nunca mencionaron su nombre. ¿No te parece extraño que la gente se meta en tantos problemas para celebrar el cumpleaños de alguien que ni siquiera conocen?
Tuve la extraña sensación de que si nuestro hijo hubiera estado en la celebración hubiese sido un intruso solamente. Todo estaba tan hermoso, José, y todo el mundo tan feliz; pero yo sentí enormes ganas de llorar. Qué tristeza para Jesús, no querer ser deseado en su propia fiesta de cumpleaños.
Estoy contenta porque sólo fue un sueño. Pero qué terrible José, si eso hubiese sido realidad."
  Carta al Hombre de Adviento
 
Querido hombre:
He escuchado tu grito de Adviento. Está delante de mí. Tu grito, hombre, golpea continuamente a mi puerta. Hoy quisiera hablar contigo para que repienses tu llamada. Hoy, hombre, te quiero decir: ¿Por qué “Dios” preguntas?
¿A qué “Dios” esperas? ¿Qué has salido a buscar y a ver en el desierto?
Escucha a tu Dios, hombre de Adviento:
“No llames a la puerta de un ‘dios’ que no existe, de un ‘dios’ que vos te imaginas... Si esperas... abrirse a la sorpresa del Dios que viene y no del ‘dios’ que vos te haces... Vos, hombre, y todos los hombres, tienen siempre la misma tentación: hacer un ‘dios’ a la imagen de ustedes mismos. Yo te digo hombre, yo Dios de vivos, soy un Dios más allá de tus invenciones.
Vos, hombre, y tantos otros, salen a ver dónde está Dios... Se dicen: “aquí está” pero no lo ven, y se sienten desanimados porque Dios no está donde les dijeron...
Y Dios está vivo. Pero ustedes no tienen mentalidad de Reino: no descubren a Dios en lo sencillo. Les parece que lo sencillo es demasiado poco para que allí esté Dios. Sépanlo: Yo, el Señor Dios, estoy en lo sencillo y pequeño...
Hombre de hoy y de siempre: deja espacio a tu Dios dentro de tu corazón. Sólo puedo nacer y crecer donde mi palabra es recibida y escuchada.
Qué tranquilo te quedas, hombre, haciendo “lo que hay que hacer” porque “haciendo las cosas de siempre” evitas la novedad del Evangelio. Pero yo te digo que tu corazón queda cerrado, y tus ojos incapaces de ver el camino por donde yo llego. No te defiendas, hombre, como haces siempre. No te escondas bajo ritos vacíos. Salí a ver al Bautista en el Jordán. Allí vas a ver que los únicos no convertidos son siempre los que se saben justificar.
Hombre, si me esperas, deja de hacerme vos el camino, y emprendes el camino que Yo te señalo por boca de los profetas. Abrí el corazón a mi Palabra.
Yo, tu Dios, hablé.
  En el día de mi cumpleaños
 
Como sabrás nos acercamos nuevamente a la fecha de mi cumpleaños, todos los años se hace una gran fiesta en mi honor y creo que este año sucederá lo mismo.
En estos días la gente hace muchas compras, hay anuncios en el radio, en la televisión y por todas partes no se habla de otra cosa, sino de lo poco que falta para que llegue el día.
La verdad, es agradable saber, que al menos, un día al año algunas personas piensan un poco en mi. Como tu sabes, hace muchos años que comenzaron a festejar mi cumpleaños, al principio no parecían comprender y agradecer lo mucho que hice por ellos, pero hoy en día nadie sabe para que lo celebran. La gente se reúne y se divierte mucho pero no saben de que se trata.
Recuerdo el año pasado al llegar el día de mi cumpleaños, hicieron una gran fiesta en mi honor; pero sabes una cosa, ni siquiera me invitaron. Yo era el invitado de honor y ni siquiera se acordaron de invitarme, la fiesta era para mí y cuando llego el gran día me dejaron afuera, me cerraron la puerta.
Y yo quería compartir la mesa con ellos! (Apocalipsis 3,20).
La verdad no me sorprendió, porque en los últimos años todos me cierran las puertas. Como no me invitaron, se me ocurrió estar sin hacer ruido, entré y me quedé en un rincón. Estaban todos bebiendo, había algunos borrachos, contando chistes, riéndose a carcajadas. La estaban pasando en grande, para colmo llegó un viejo gordo, vestido de rojo, de barba blanca y gritando: "JO JO JO JO", parecía que había bebido de mas, se dejó caer pesadamente en un sillón y todos los niños corrieron hacia él, diciendo " SANTA CLAUS" "SANTA CLAUS" como si la fiesta fuera en su honor!
Llegaron las doce de la noche y todos comenzaron a abrazarse, yo extendí mis brazos esperando que alguien me abrazara. Y ¿sabes?, nadie me abrazó. Comprendí entonces que yo sobraba en esa fiesta, salí sin hacer ruido, cerré la puerta y me retiré.
Tal vez crean que yo nunca lloro, pero esa noche lloré, me sentía destruido, como un ser abandonado, triste y olvidado.
Me llegó tan hondo que al pasar por tu casa, tú y tu familia me invitaron a pasar, además me trataron como a un rey, tú y tu familia realizaron una verdadera fiesta en la cual yo era el invitado de honor, además me cantaron las mañanitas; hacia tiempo que a nadie se le ocurría hacer eso. Que DIOS bendiga a todas las familias como la tuya, yo jamás dejo de estar en ellas en ese día y todos los días.
También me conmovió el pesebre que pusieron en un rincón de tu casa. ¿Sabías que hay países que se esta prohibiendo poner nacimientos? Hasta lo consideran ilegal. ¿A donde ira a parar este mundo?
Otra cosa que me asombra es que el día de mi cumpleaños en lugar de hacerme regalos a mí, se regalan unos a otros. ¿Tú que sentirías si el día de tu cumpleaños, se hicieran regalos unos a otros y a ti no te regalaran nada?.
Una vez alguien me dijo: ¿Cómo te voy a regalar algo si a ti nunca te veo? Ya te imaginaras lo que le dije: Regala comida, ropa y ayuda a los pobres, visita a los enfermos a los que están solos y yo los contaré como si me lo hubieran hecho a mí (Mat.-25,34-40)
Cada año que pasa es peor, la gente sólo piensa en las compras y los regalos, y de mí ni se acuerdan...
Probablemente así hablaría JESUCRISTO
Por eso, VIVE verdaderamente esta Navidad.