1. Recorriendo el itinerario de la vida de la Virgen María,
el concilio Vaticano II recuerda su presencia en la comunidad que espera
Pentecostés: «Dios no quiso manifestar solemnemente el
misterio de la salvación humana antes de enviar el Espíritu
prometido por Cristo. Por eso vemos a los Apóstoles, antes del
día de Pentecostés, "perseverar en la oración
unidos, junto con algunas mujeres, con María, la Madre de Jesús,
y sus parientes" (Hch 1,14). María pedía con sus
oraciones el don del Espíritu, que en la Anunciación la
había cubierto con su sombra» (Lumen gentium, 59).
La primera comunidad constituye el preludio del nacimiento de la Iglesia;
la presencia de la Virgen contribuye a delinear su rostro definitivo,
fruto del don de Pentecostés.
2. En la atmósfera de espera que reinaba en el cenáculo
después de la Ascensión, ¿cuál era la posición
de María con respecto a la venida del Espíritu Santo?
El Concilio subraya expresamente su presencia, en oración, con
vistas a la efusión del Paráclito: María implora
«con sus oraciones el don del Espíritu». Esta afirmación
resulta muy significativa, pues en la Anunciación el Espíritu
Santo ya había venido sobre ella, cubriéndola con su sombra
y dando origen a la encarnación del Verbo.
Al haber hecho ya una experiencia totalmente singular sobre la eficacia
de ese don, la Virgen santísima estaba en condiciones de poderlo
apreciar más que cualquier otra persona. En efecto, a la intervención
misteriosa del Espíritu debía ella su maternidad, que
la convirtió en puerta de ingreso del Salvador en el mundo.
A diferencia de los que se hallaban presentes en el cenáculo
en trepidante espera, ella, plenamente consciente de la importancia
de la promesa de su Hijo a los discípulos (cf. Jn 14,16), ayudaba
a la comunidad a prepararse adecuadamente a la venida del Paráclito.
Por ello, su singular experiencia, a la vez que la impulsaba a desear
ardientemente la venida del Espíritu, la comprometía también
a preparar la mente y el corazón de los que estaban a su lado.
3. Durante esa oración en el cenáculo, en actitud de profunda
comunión con los Apóstoles, con algunas mujeres y con
los hermanos de Jesús, la Madre del Señor invoca el don
del Espíritu para sí misma y para la comunidad.
Era oportuno que la primera efusión del Espíritu sobre
ella, que tuvo lugar con miras a su maternidad divina, fuera renovada
y reforzada. En efecto, al pie de la cruz, María fue revestida
con una nueva maternidad, con respecto a los discípulos de Jesús.
Precisamente esta misión exigía un renovado don del Espíritu.
Por consiguiente, la Virgen lo deseaba con vistas a la fecundidad de
su maternidad espiritual.
Mientras en el momento de la Encarnación el Espíritu Santo
había descendido sobre ella, como persona llamada a participar
dignamente en el gran misterio, ahora todo se realiza en función
de la Iglesia, de la que María está llamada a ser ejemplo,
modelo y madre.
En la Iglesia y para la Iglesia, ella, recordando la promesa de Jesús,
espera Pentecostés e implora para todos abundantes dones, según
la personalidad y la misión de cada uno.
4. En la comunidad cristiana la oración de María reviste
un significado peculiar: favorece la venida del Espíritu, solicitando
su acción en el corazón de los discípulos y en
el mundo. De la misma manera que, en la Encarnación, el Espíritu
había formado en su seno virginal el cuerpo físico de
Cristo, así ahora, en el cenáculo, el mismo Espíritu
viene para animar su Cuerpo místico.
Por tanto, Pentecostés es fruto también de la incesante
oración de la Virgen, que el Paráclito acoge con favor
singular, porque es expresión del amor materno de ella hacia
los discípulos del Señor.
Contemplando la poderosa intercesión de María que espera
al Espíritu Santo, los cristianos de todos los tiempos, en su
largo y arduo camino hacia la salvación, recurren a menudo a
su intercesión para recibir con mayor abundancia los dones del
Paráclito.
5. Respondiendo a las plegarias de la Virgen y de la comunidad reunida
en el cenáculo el día de Pentecostés, el Espíritu
Santo colma a María y a los presentes con la plenitud de sus
dones, obrando en ellos una profunda transformación con vistas
a la difusión de la buena nueva. A la Madre de Cristo y a los
discípulos se les concede una nueva fuerza y un nuevo dinamismo
apostólico para el crecimiento de la Iglesia. En particular,
la efusión del Espíritu lleva a María a ejercer
su maternidad espiritual de modo singular, mediante su presencia, su
caridad y su testimonio de fe.
En la Iglesia que nace, ella entrega a los discípulos, como tesoro
inestimable, sus recuerdos sobre la Encarnación, sobre la infancia,
sobre la vida oculta y sobre la misión de su Hijo divino, contribuyendo
a darlo a conocer y a fortalecer la fe de los creyentes.
No tenemos ninguna información sobre la actividad de María
en la Iglesia primitiva, pero cabe suponer que, incluso después
de Pentecostés, ella siguió llevando una vida oculta y
discreta, vigilante y eficaz. Iluminada y guiada por el Espíritu,
ejerció una profunda influencia en la comunidad de los discípulos
del Señor.